Ahora que la elegancia está bajo sospecha, arrinconada por el énfasis de brocha gorda, no nos queda sino conmovernos ante su fe de vida, seducidos a la vez que perplejos, igual que las polillas frente al foco. Es la impresión que me ha dejado la lectura de Espejo de Isla, nuevo poemario de Lídice Megla, cuyo estilo es pauta de elegancia, aunque nada que ver con las insustanciales pretensiones de distinción, sino con esa pulcra elegancia que se da con un cierto sonrojo, sin que parezca serlo, y que no es vehículo del melindre ni la ñoñería, sino del ingenio moldeado en la forja de los plazos diarios.
En Espejo de Isla, igual que en todos los libros anteriores de la poeta, hemos vuelto a encontrar esa vibrante arteria por la que discurren los objetos llamados a conceptualizarse por sí solos, mediante el don de ser nombrados, desenvueltos y puntuales como si exprimieran, ad libitum, sabe Dios qué esencias. “La mano que ha escrito esto/viene del reino de lo minúsculo;/cestos, baúles, tazones,/morteros, cuchillos,/algunas letras…/Benignas sierpes/enroscadas en un mapa de venas…”. Con el trazo certero, limpio, sin registros altisonantes ni abstracciones de embeleso, Lídice va entretejiendo la impronta de ese reino de lo minúsculo desde el cual proyecta reafirmarse en su propia galaxia interior, sublimada progresivamente por la naturaleza de todos los entes que le rodean. Tal vez por ello su voz poética no nos parezca hecha para la extraversión sino para el hondo insimismamiento.
Más que procurar el crédito de la obra a través de su impacto en el lector, se diría que Lídice busca la culminación en el desciframiento de sus entrañas líricas. No en balde este poemario representa una especie de soliloquio en el que ella dialoga incesantemente consigo misma. Rumias de largo aliento y sintético planeo. Resumen de transparencias, finura, lucidez. Develaciones entre líneas que remiten demasiado frecuentemente al breviario de intimidades, siempre con la nostalgia por delante o por detrás o en el trasfondo. “Fugacidad es todo lo que tengo, (y/ una gran codicia de profundidades)…”. Sencilla, mucho más que simple (como livianamente la proclamó Brummell), la elegancia se atomiza en Espejo de Isla sustentada, ante todo, por el modo en que su autora concibe la absoluta libertad creativa y la independencia estilística. Dulce María Loynaz, William Wordsworth y Wang Wei, titilan juntos y revueltos entre las páginas de este poemario, gracias a alguna suerte de mágico enlace espacio-temporal, pero en el núcleo duro, en la yema, resulta imposible pasar por alto la autenticidad de quien lo firma. Basta un muy rápido repaso al azar para intuir el eje de una experiencia personalísima en torno a la cual giran todas las piezas de la estructura.
Las ilustres galanuras de Loynaz, Wordsworth y Wei modelan una circunferencia en cuyo centro está el tono y la tónica de Lídice, mostrándonos las coordenadas de su elegancia: apropiación del entorno, soledad, firmamento estético y recreación de lo vivido a través de la memoria. Con tales presupuestos la autora se lanza al affaire de convertir lo simple en extraordinario, hallando en la naturaleza equilibrio y trascendencia: “¿Hasta qué punto ataja el poeta la lucidez?/Una punta de la trenza del cielo cayendo en lo salvaje de la montaña,/un charco de hormigas reluciendo en el brillo matinal,/los pétalos sin edad durmiendo en el jazmín/la memoria del agua…/Todo lleva los ecos de otra ausencia”.
En el exquisito y conmovedor poema Carta al Bosque revela el magnetismo con que es atraída por los ambientes feraces, en los que se adentra como si respondiera a una convocatoria cuasi divina: “Hasta llegar a ti,/tampoco conocía aquella forma de la naturaleza/nombrada en los libros de mi infancia./Sabía era incompleta sin precisar la causa./Luego supe que hay otra vida primitiva/que vive en mí y ahora te busca constantemente”. Su deslumbramiento ante la inconmensurabilidad de las minúsculas cosas que pueblan el paisaje: “… la sombra-cruz de la golondrina pinta en/la piedra/lo inabarcable…”. Su desasosiego de cara a las lobregueces de un porvenir que acecha, filoso, atemorizante: “Ya nada queda a estas horas que desee ser salvado./Nada,/ni el ala de la luciérnaga hermana para/perderse con ella entre/Los frondosos valles del pensamiento”. La armonía entre vigor y delicadeza que exhiben sus versos en tanto emanación de innatas enjundias: “Hasta ser soledad,/El mar está en mí”. Y la soledad, como no podría ser menos, siempre ese tipo de soledad que se prodiga en el aislamiento total (hasta extremos –confiesa ella- en los que deja de caminar en el bosque para no escuchar sus propios pasos), invocando una impoluta comunión con el yo interior: “Soy una habitación momentáneamente abandonada./Sola y desamueblada en medio de los sueños…”.
Se afirma que el estilo es la sustancia del artista, de la persona, pujando indetenible por adueñarse de todos sus ademanes en la superficie. Se habla mucho acerca del estilo, aunque muy poco de nuevo se diga. En esa línea, ni más ni menos, me gustaría añadir que la clave del elegante estilo de Lídice radica en el sencillo encanto de su existencia. Lo que falta por decir salta a la vista en Espejo de Isla.
José Hugo Fernández. Miami, febrero de 2022.
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